martes, 16 de diciembre de 2008

La casa

Entró en la casa, misteriosa, en silencio, la casa la miraba callada desde hacía meses. Las paredes sucias, grisáceas, atesoraban años de tiempo inmóvil; parches de madera, clavadas una encima de la otra en forma horizontal, tapaban lo que alguna vez fueron ventanas abiertas; la puerta, de madera carcomida, estaba ligeramente abierta. Y por allí entró.
Cada paso que daba en el parqué arruinado levantaba una nube de polvo, que trazaba el recorrido de los rayos de sol que se colaban por las grietas en las paredes y por la puerta abierta. A su derecha, el comedor, con una mesa y algunas sillas, ordenadas a su alrededor. A su izquierda, la sala, el sofá y los butacones de cuero. Frente a ella, una amplia escalera que se curvaba levemente hacia la izquierda. Decidió no subir.
Tenía la sensación de que alguien la estaba mirando. 
Recorrió la planta baja. Le llamaron la atención los espejos: estaban todos rotos. En su propio reflejo deformado por la grieta en el vidrio, vio aquello a lo que tanto temía. Se vio tal cual era.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Destino (microrrelato)

El aire es espeso. Las copas de los árboles son testigos inmóviles de la opresiva humedad, de la opresiva angustia que provoca en su corazón el recuerdo. Nunca es tarde para cambiar el destino. Él se levanta, y compra por fin el pasaje de vuelta.

martes, 29 de julio de 2008

Niebla

La niebla no dejaba ver más allá de la esquina. Luego, algunas siluetas grises que dejaban adivinar las copas de unos árboles daban lugar a un telón blanco, donde parecía terminar todo. El hombre, sentado con los codos apoyados en sus piernas en el borde de un cantero, estaba tan quieto que se hacía difícil saber si respiraba. Un pantalón de vestir, una camisa verde pastel planchada y unas zapatillas de cuero limpias le daban un aspecto pulcro, que se contrastaba con su barba descuidada (durante meses, quizá), sus dientes amarillos y su cabello mugroso.
Sus ojos, transparentes, cristalinos y vacíos, miraban el vacío blanco que borraba el horizonte.
-Hasta cuándo...- dijo en un volumen casi inaudible, y volvió a sumirse en sus pensamientos.
Pasó un minuto, dos, diez, y él no se movió. El motor de un auto pasando a varias cuadras de allí perturbaba ocasionalmente la calma del lugar. Ni una rama se movía. Todo era silencio. Todo, menos el eco de sus palabras en su cabeza, en el aire: Hasta cuándo...
Repentinamente, erguió su espalda, doblada debido a la posición en la que estaba sentado, y metió su mano en uno de los bolsillos delanteros de su pantalón. Una lágrima hizo un surco, dejando una línea en la tierra que percudía su mejilla. Sacó un paquete de Marlboros arrugado, en el que quedaba sólo un cigarrillo. En el bolsillo de su camisa encontró el encendedor gris, de plástico. Llevó el cigarrillo a su boca y acercó el encendedor a su rostro, apoyando en él su pulgar derecho.
Luego de tres intentos, encendió la llama. Mientras inhalaba una profunda bocanada de humo, sus ojos comenzaron a nublarse y se dejó llevar por el recuerdo. El recuerdo de una vida que ya no era tal, aunque desde afuera pareciera todo lo contrario. Exhaló y volvió a apoyar sus codos en sus piernas. La niebla comenzaba a disiparse, y pudo verse la nada que había detrás de ella.

martes, 8 de julio de 2008

El escondite

Incómodo, mirando hacia todas las direcciones, salí de mi improvisado escondite. Tenía la sensación de que me habían descubierto, y que me descubran en ese escondite era demasiado vergonzoso. Intenté sonreir y hacer de cuenta de que nada había pasado, que sencillamente había sido una coincidencia encontrarme allí.
Pero, obviamente, no fue así. Era un escondite que, por más improvisado, era de todas formas el resultado de una meditada improvisación, si se quiere.
Deformaba mi cara una mueca que poco se parecía a una sonrisa; pero era mi mejor intento. Las pocas personas que me descubrieron me miraban en silencio. La lástima y la vergüenza ajena que sentían por mí ensombrecía sus caras.
Una sensación de vacío comenzó a ahogarme, subiendo desde la boca de mi estómago hasta mi garganta. Decidí no decir nada, y salir de ese lugar tratando de mantener lo poco de dignidad que me quedaba. 
Después de ese día, nada volvió a ser lo mismo en mi vida.
Lo peor de todo es que volví a caer en la tentación, y me sumergí de nuevo en la oscuridad de ese escondite, desde donde pretendo observar todo lo que pasa alrededor mío, sin saberme observado.

miércoles, 7 de mayo de 2008

Fantasmas

Anoche dormí, y soñé. Soñé con todos los fantasmas que fui creando y abandonando a su suerte, en las encrucijadas de mi mente. Se me aparecieron, en forma de historias, felices y no tanto.
Me desperté con una sensación rara. Con el paso de las horas, en mi vigilia volvieron a aparecer esos fantasmas. Recordé los sueños, volvieron a mi conciente, y supe que no habían ocurrido en esta realidad.

lunes, 5 de mayo de 2008

Pensamientos grises

Las primeras luces del alba fueron grises. La lluvia había comenzado hacía algunas horas, luego de que él la dejara en su casa. La dejó triste. Ella estaba triste, y eso lo hacía estar triste a él. Había caminado unas cuantas cuadras cuando comenzó a sentir el abrazo de la garúa, que de a poco terminó por envolverlo.
Luego de recorrer varias cuadras y ver pasar decenas de autos, con los aces de luz que se prolongaban en el espacio reflejados en las gotas de agua, se sentó en un escalón. Estaba cerca de su casa, pero todavía no quería volver. La lluvia lo cautivaba, podía pasar horas mirando un punto en el horizonte, detrás de la cortina de agua; lo ayudaba a pensar. Y pensar era justamente lo que necesitaba en ese momento.
Eran las 3. En la oscuridad, cortada por las luces de la ciudad, se acordó de lo que había sucedido aquella noche.
Había comenzado como cualquier noche: había llegado a su casa cerca de las 20, y ella lo estaba esperando allí. Habían mantenido una charla sobre nada, una de esas charlas tan importantes en la comunicación interpersonal, que permiten conocer quién es realmente el interlocutor. Esa conversación lo había relajado, le había devuelto el buen humor, lo había hecho quererla aún más. Después de esas palabras, sentía que la conocía un poco más.
Luego de comer habían decidido salir a caminar. La noche estaba fría y húmeda, la lluvia era una cuestión de tiempo y, según lo que habían escuchado en el informativo, sería un temporal que duraría varios días. Para aprovechar los últimos instantes sin lluvia, habían salido a caminar. Claro, a él le gustaba caminar en la lluvia, pero a ella no, y lo respetaba.
No había pasado nada raro. Trataba de recordar por qué la noche había terminado de esa forma. Tristes los dos, con lágrimas en los ojos. Pero no podía.
La lluvia arreció aún más mientras él intentaba ingresar más profundo dentro de su mente, acordarse qué había arruinado su noche. Más pensaba, más llovía.
La garúa que se había transformado en llovizna, caía con la fuerza de una tormenta de verano. Con el correr de los minutos, las calles se llenaban de agua, y ya no pasaban autos.
Entonces, lo descubrió.
La tormenta estaba dentro suyo. Decidió olvidarla, descartarla. La tormenta perdió intensidad, y sus pensamientos comenzaron a acomodarse. El día comenzaba con sus primeras luces. Eran grises, el cielo estaba gris y una leve llovizna caía y le transmitía tranquilidad.
Se levantó y se fue a su casa. Los días grises le gustaban.

martes, 22 de abril de 2008

La llamada

¿Quién había llamado anoche? No lograba acordarse con quién había hablado en la madrugada, pero la constante sensación de vacío en su estómago le decía que la conversación no había terminado del todo bien.
Recordaba haber sentido el timbre del teléfono a lo lejos, primero, todavía medio dormido; y luego ya dentro de la realidad, cuando despertó del todo. Insistente, no callaba, y ya llevaba contados diez timbrazos. Juntó fuerzas y se incorporó de la cama para atender el llamado. Sin estar del todo despierto, medio aturdido por la repentina interrupción de su sueño, no se hizo la pregunta que cualquiera se haría en esa situación: ¿Quién llama a las 3 de la mañana?
Conocía cada centímetro de su departamento, así que, aún atontado y en la oscuridad, se deslizó por el pasillo y el comedor (donde estaba el teléfono) como si fuera un espía en territorio enemigo, sin siquiera rozar ningún mueble.
Recordaba haber levantado el tubo, y el silencio que inundó su hogar cuando el aparato dejó de chillar; pero no recordaba nada, ni una palabra de la conversación. El único rastro que dejó esa llamada fue esa profunda angustia, que no lo dejaba pensar en otra cosa, pero que no le permitía recordar cuál era, precisamente, su causa.
-Debió ser mi madre- pensó. Charlar con su madre siempre le significaba un desgaste emocional importante. -No, no fue ella. A esa hora, ella debió haber estado en el avión-, se corrigió. -Mi hermana, tal vez, algo le pasó a mi sobrino-, se preocupó. Entonces, la llamó.
Extrañada, Sofía (así se llamaba su hermana, dos años menor que él, casada hace cinco y con un hijo de tres) le dijo que ella no había llamado a esa hora. -Tengo que levantarme a las seis, ¿qué pensás que estaría haciendo despierta a las 3?- refunfuñó.
Nadie más podía haberlo llamado. Se había mudado dos meses atrás, y sólo su madre y su hermana tenían su nuevo número telefónico.
Abstraído en sus cavilaciones, escuchó el teléfono recién al tercer timbrazo. Un frío le recorrió la espalda. -Es sólo el teléfono-, pensó, como para tranquilizarse. Pero no lo logró. Estiró su brazo y agarró el tubo. Se lo llevó a la oreja. El vacío en su estómago se profundizó. El cuarto se nubló, y ya no pensó en nada más...

miércoles, 9 de abril de 2008

El restaurante favorito

Estornudó, cerrando los ojos y sacudiéndose en un espasmo más intenso que de costumbre. Estornudaba mucho. Nunca nadie supo explicarle -quizás porque nunca le preguntó a la persona idónea- por qué estornudaba tanto, incluso cuando no estaba resfriado. Inspiró profunda y ruidosamente por la nariz, y se acomodó la corbata. Estaba listo para enfrentar el mundo exterior de nuevo. Estaba en el baño de su restaurante favorito, y debía volver a la mesa que había estado ocupando con ella.
Abrió la puerta doble rebatible (al mejor estilo Saloon del Lejano Oeste) y se detuvo a observar detenidamente el salón. El restaurante debía tener cuarenta mesas, de las cuales diez o quince eran boxes. Por lo menos la mitad estaba ocupada. Gentes de distinto tipo: altos, gordos, viejos, jóvenes, niños... Sólo los unía el hecho de estar sentados al mismo tiempo en el mismo lugar.
Una nena estaba hablando con una mujer que seguramente era su madre. La niña, que debía tener ocho años, captó su atención. Con una perorata, que hacía parecer muy interesante, contaba a su madre sobre lo que había hecho ese día en el colegio. Sus ojos alegres y su voz cantarina y jovial, lo hipnotizaron. Estuvo así, parado unos pasos por delante de la puerta rebatible, a unos cuatro metros de la mesa donde estaba sentada la nena, casi cinco minutos. Cuando volvió en sí, levantó la mirada y la centró en el otro lado del local, donde estaba su mesa vacía. Con paso cansino, llegó a su lugar y se sentó. Los dos platos vacíos estaban todavía allí, frente a sus ojos; la botella de vino medio vacía, también. Extendió su brazo, la asió y se sirvió otra copa.
Un grito aterrorizado alteró la ruidosa calma del lugar. -La encontraron-, pensó. Se levantó, dejó el dinero de la cuenta sobre la mesa (con una propina del 20 por ciento exacto) y salió por una de las puertas del restaurante. Apenas puso un pie sobre la vereda, hizo una seña a un taxista y se subió al auto.
-A Yerba Buena-, le indicó al conductor, y luego estornudó nuevamente. Dentro del restaurante, las personas corrían de un lado hacia el otro, un empleado llamaba a la Policía y otro bloqueaba la puerta del baño, aunque no podía tapar totalmente el cuerpo de ella, extendido en una posición rara en el inmaculado piso.