viernes, 17 de julio de 2009

Invierno

Ay Dios qué será de este invierno, dijo en voz alta y se sorprendió por su arrebato de espiritualidad y pensó, en ese momento, en si realmente podía creer que existía un Dios, así con mayúsculas, responsable del azaroso y caótico -y cruel- mundo. Se sentó de nuevo pesadamente en el sillón azul marino -acababa de pararse para ir a hacer ya no se acordaba qué- y agarró el portarretratos que lo miraba desde la mesa ratona. Seis, siete meses, no se acordaba ya cuántos, de una vida distinta, alejada de ellos: sonrientes, hasta contentos si los apuraban, posando sus miradas sin saber en el lente que capturaría su última emoción placentera.

Pensó en silencio.

Afuera, el frío dolía. Él lo sentía, a pesar de los leños encendidos en el hogar. Dolían sus huesos, su carne, su piel: el frío que sentía trascendía lo que podría medir el mercurio de los termómetros, llegaba a él desde lo más profundo de su ser, desde el pasado: desde hacía seis, siete meses, quién sabía…

Apoyó su espalda en el respaldo, tiró su cabeza hacia atrás y, por un momento, observó en el techo, con lágrimas en los ojos, la vida suya que se había llevado ese invierno, que había empezado quién sabe hace cuánto.