viernes, 16 de enero de 2009

Esa noche

Se sentó, cabizbajo y pensativo, en el mullido sillón de buen cuero. Sus ojos marrones, rojos perdidos, apuntaban fijo un punto en la alfombra natural con detalles en azul; tanto se proponía mirar fijo, que su visión se nublaba. Sus brazos, largos torpes como los de una marioneta, estaban cruzados sobre sus rodillas: parecían los de una mantis religiosa. Los hombros encogidos, sobrepasaban a su cabeza de pelos prolijamente peinados.
Metros más atrás, doblado sobre el alto respaldo de una silla de madera, su saco gris topo; encima, su corbata roja. Cada minuto, cada segundo de la noche era revivido en forma vívida por su memoria, a pesar de su voluntad: el ya no quería recordar. Pero la sonrisa de ella, su vestido verde esmeralda, su peinado tan arreglado, la flor con la que ataba sus bucles negros, volvían una y otra vez. Sus ojos penetrantes, su boca perfecta. Su boca cambió, en un gesto desagradable. En un gesto que el temía. Su mirada penetrante dejó de mirarlo, miraba al techo, a la otra mesa del elegante restaurante. Sus ojos nunca más se encontraron; y temió llegar a olvidarlos. Las palabras nerviosas, las explicaciones, las lágrimas; el anillo, todavía en su estuche, de nuevo al bolsillo de su saco gris topo.
Ella había dicho que no.