jueves, 6 de mayo de 2010

Vacío

Llena sus días de vacío, pensando que esa es la forma de vengarse de los golpes que la vida le asestó.
Piensa que puede burlarse de lo que, muy en el fondo, escondido, está, y le duele.
Sus ojos café son los únicos que su máscara no puede tapar, y reflejan opacos la tristeza que le detiene el corazón.
Ella ríe, pero sus ojos lloran.

lunes, 5 de abril de 2010

Espera

Interpretar señales nunca fue su fuerte. En realidad, lo que generalmente le sucedía era que creía leer en gestos y palabras significados que sus interlocutores nunca quisieron expresar. Mareado de tanto pensar y repensar esa característica tan suya, que tantos días tristes le provocó, terminó por confundirse si en realidad era que entendía mal las señales, las veía donde no estaban, o no las veía cuando sí estaban... De todas formas, esta vez pensaba que sí, que por fin había descifrado correctamente sus palabras.
Contento, se sentó al lado del teléfono para esperar su llamada. Se acomodó en el sillón, tapizado de pacientes esperas que quedaron en la nada, y agarró su guitarra. Tocó tres notas y le resultaron alegres, así que continuó matando el tiempo con tonos mayores reverberando metálicos en la caja de madera despintada.
La expectativa le había nublado la visión, sólo tenía ojos para ver el teléfono. Mientras avanzaba por la alegre progresión de acordes el gris del día fue tiñéndose de azules y verdes. Los gastados muebles amontonados sin un orden preciso en el pequeño cuarto del teléfono revivieron ante las vibraciones de su música esperanzada. Los colores opacos brillaron ante cada sol mayor o re7.
Absorto en sus pensamientos, viajando a través de los sonidos de su guitarra, no se percató de que habían pasado ya más de tres días de música, sin que ésta sea interrumpida por el estridente timbre del teléfono. Perplejo, repensó una y otra vez el momento en el que su esperanza había nacido, y volvió a cuestionar su capacidad de leer lo que las otras personas no escriben claramente en sus palabras.
La confusión dio lugar a una profunda tristeza. El nudo en su garganta lo ahogó, y ahogó las notas de la guitarra, que empezaron a sonar cada vez más apagadas, hasta morir en un melancólico si menor. Cada vez más espaciados, los rasguidos comenzaron a desteñir las telas, las maderas, los pisos; el cielo volvió a ser gris.
Se quedó ahí, envuelto en el llanto triste de su guitarra, pegado al ajado sillón de cuero, esperando que suene el teléfono que nunca habrá de sonar.

sábado, 9 de enero de 2010

La cocina

Agitado, de un brusco movimiento se apoyó en la mesada de la cocina. La remera de algodón blanca empapada de sudor y sangre, al igual que su jean gastado. Sus dos manos descansaban a ambos lados de su cadera, aferrándose al granito; en la derecha todavía sostenía el enorme cuchillo.
Una gota de sudor atravesaba lenta su frente, y seguía por su mejilla, bordeando antes su ojo. Ojos que no daban crédito de lo que veían: los azulejos verdes, los armarios de madera y el techo estaban cubiertos de sangre; el forcejeo se hacía evidente por las formas que tomaban las salpicaduras en cada una de las superficies alcanzadas. En la pileta, el intenso rojo estaba diluído en el agua.
Trató de recordar lo que había pasado minutos antes, cómo una situación a todas luces normal había devenido en semejante enchastre.
La carne desgarrada estaba regada por el piso, visión que le provocó una arcada. ¿Cómo limpiaría todo eso? ¿Pasaría desapercibido a los ojos de los invitados que estaban a punto de llegar?
Azar o destino, o, simplemente, casualidad, mientras consideraba esos interrogantes sonó el portero: ya habían llegado, no habría tiempo para nada.
Levantó el auricular haciendo todo lo posible por vencer a los temblores de su mano. En la otra, el cuchillo seguía apuntando hacia los mosaicos blancos y negros, dispuestos como un tablero de ajedrez, convertidos en una escena desagradable y macabra.
-Sí, ya les abro-, dijo a sus invitados, y presionó el botón para abrir la puerta que daba a la calle. -¿Pasaron? Listo, suban-, balbuceó mientras colgaba el aparato.
Volvió a la cocina y se quedó parado sin atinar a hacer nada. No pasaría mucho tiempo antes de que los invitados suban los 12 pisos en el ascensor, por lo que sólo atinó a agarrar una caja de fósforos, abrir la llave de gas y encender uno cerillo.
Omnubilado con la persistente llama, no notó los pasos que se apuraban detrás de él. Había dejado la puerta que daba al pallier abierta. No escuchó que lo llamaban, y esa falta de respuesta alertó a los invitados, por lo que se apresuraron a llegar a la cocina.
Tardaron un poco en entender lo que estaba pasando. De espaldas a ellos, el anfitrión alternaba su atención en las llamas y en los restos dispersos entre charcos de sangre y agua en el piso.
De a poco, se dio vuelta. El cuchillo seguía aferrado a su mano derecha. Sus ojos estaban desorbitados, la mirada perdida. Estaba transpirando y sus prendas estaban manchadas. Las palabras salieron de su boca lentamente, como flotando. Todo parecía flotar en ese lugar:
-Fue muy difícil separar los bifes, estaban muy congelados.

viernes, 1 de enero de 2010

Sólo la décima vez que lo repitió en voz alta logró convencerse a sí mismo. "Dar un paso hacia adelante, por más pequeño que sea, es mejor que tropezarse con la simple esperanza de lo que podría ser", dijo con modulación, ritmo y entonación perfectas; un mantra sin forma de mantra, pero mantra al fin. Su mantra.
Sacudió su cabeza, se llevó ambas manos a la frente y comenzó a reirse con ganas. Las carcajadas resonaron en un eco burlón y hasta desagradable; la habitación estaba vacía, si no se tenía en cuenta la polvorienta banqueta de madera en la que estaba sentado.
Rogelio Fuente bajó la cabeza y se perdió nuevamente en sus cavilaciones.