Recordaba haber sentido el timbre del teléfono a lo lejos, primero, todavía medio dormido; y luego ya dentro de la realidad, cuando despertó del todo. Insistente, no callaba, y ya llevaba contados diez timbrazos. Juntó fuerzas y se incorporó de la cama para atender el llamado. Sin estar del todo despierto, medio aturdido por la repentina interrupción de su sueño, no se hizo la pregunta que cualquiera se haría en esa situación: ¿Quién llama a las 3 de la mañana?
Conocía cada centímetro de su departamento, así que, aún atontado y en la oscuridad, se deslizó por el pasillo y el comedor (donde estaba el teléfono) como si fuera un espía en territorio enemigo, sin siquiera rozar ningún mueble.
Recordaba haber levantado el tubo, y el silencio que inundó su hogar cuando el aparato dejó de chillar; pero no recordaba nada, ni una palabra de la conversación. El único rastro que dejó esa llamada fue esa profunda angustia, que no lo dejaba pensar en otra cosa, pero que no le permitía recordar cuál era, precisamente, su causa.
-Debió ser mi madre- pensó. Charlar con su madre siempre le significaba un desgaste emocional importante. -No, no fue ella. A esa hora, ella debió haber estado en el avión-, se corrigió. -Mi hermana, tal vez, algo le pasó a mi sobrino-, se preocupó. Entonces, la llamó.
Extrañada, Sofía (así se llamaba su hermana, dos años menor que él, casada hace cinco y con un hijo de tres) le dijo que ella no había llamado a esa hora. -Tengo que levantarme a las seis, ¿qué pensás que estaría haciendo despierta a las 3?- refunfuñó.
Nadie más podía haberlo llamado. Se había mudado dos meses atrás, y sólo su madre y su hermana tenían su nuevo número telefónico.
Abstraído en sus cavilaciones, escuchó el teléfono recién al tercer timbrazo. Un frío le recorrió la espalda. -Es sólo el teléfono-, pensó, como para tranquilizarse. Pero no lo logró. Estiró su brazo y agarró el tubo. Se lo llevó a la oreja. El vacío en su estómago se profundizó. El cuarto se nubló, y ya no pensó en nada más...